Llevaba toda la vida preparándose para ese momento. Ahora su suerte estaba ligada a él, si tenía éxito, lograría entrar en el Olimpo de los Quevedos, Cortazares, Rimbauds... en caso contrarío, no solo no sería recordado como el genio que siempre creyó ser, sino que, probablemente, ni siquiera fuese a ser recordado.
Sus libros, hasta el momento, habían sido sistemáticamente infravalorados o ignorados por la crítica, pero la obra que se disponía a concluir, tenía, por fuerza, que sacudir los cimientos del mundo editorial, pensaba el escritor.
Durante los últimos meses, había reescrito, cada día, una a una cada palabra evaluando su significado preciso, sus connotaciones, su sonoridad y la cohesión que mantenía con el resto de la obra, solo quedaba por tanto, sacarla de su cabeza.
En su escritorio, con neurótica precisión, había colocado trece folios , un vaso que contenía 3 tres hielos perfectamente homogéneos bañados en 13,5 centilitros de whisky, una elegante pluma comprada especialmente para la ocasión, dos paquetes de tabaco negro y un cenicero todavía vacío.
Miró la mesa satisfecho del orden reinante y se sentó. Antes de comenzar a escribir, sostuvo durante un rato la pluma sobre sus dedos, valorando su peso y equilibrio a la manera en que lo hubiese hecho un experto soldado medieval ante una espada nueva y, finalmente comenzó a copiar sobre el papel las palabras que llevaba rumiando durante tantos meses.
Escribía de forma mecánica, automática. Como si sus dedos ya supiesen cual era la palabra que iría a continuación sin necesidad de que él se lo dijese. Su mente se dejó llevar, y de pronto, se vio desde fuera, escuchaba el ruido de la pluma rasgando el papel a la misma velocidad a la que se debían leer las palabras, los silencios.
Los folios se llenaban de historias rápidamente, en contraste con el pausado vaciado que sufrían las cajetillas de tabaco. Él se encontraba poseído por una apacible euforia calmada, y se dijo, así debió de sentirse Larra.
Cuando escribió la ultima palabra del que sería su testamento literario, cerró los ojos, escuchó el sonido de la pluma al dibujar su firma, notó como el whisky suavizado por el agua de los hielos bajaba por su garganta, apuró con calma el cigarro que estaba fumando y acto seguido escuchó un fuerte ruido.
Después, se desplomó sobre sus papeles con la pistola en una mano y el vaso de whisky en la otra.
Nacho Hidalgo
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